Gracias a la arena volcánica de ribera pasó a ser el poblado Ángel Albino Corzo
Las nuevas generaciones del poblado Ángel Albino Corzo municipio de Copainalá ignoran la historia de lo ocurrido el 28 de marzo de 1982, y por eso este día pasó desapercibido, pero no para Gregoria, que a sus 82 años recuerda como si fuera ayer lo sucedido.
El olor se intensificó. Y en los techos de láminas o tejas comenzó a oírse como si lloviera. "Salimos a la calle, pero no nos mojábamos. Caía algo blanquizco, pero nadie sabía qué era".
El temor e incertidumbre reinaron esa noche que pareció interminable. Y que no acabó en 48 horas. No amaneció en dos días. Las gallinas no bajaron de sus árboles, no salieron del gallinero.
La gente veía con temor hacia el cielo. En las nubes el contorno era rojo, como de fuego. Era el resplandor de las explosiones volcánicas.
La preocupación de los habitantes de la Ribera Guadalupe era que los techos estaban por caer. El peso de la arena y ceniza volcánica era tanto que ya se habían arqueado las cañas bravas que sostenían las tejas. Casi todas las casas eran de bajareque y tejados.
Don José Clemente Bolaños tenía la única casa de concreto y con mucho espacio, además de una gran secadora para café. Y ahí fueron casi todos los de la Ribera.
Fue la primera vez que todos conocieron y usaron los cubre bocas. Fue la primera vez que no amaneció en dos días. Fue la primera vez que el templo y la iglesia se llenaron. Y se despertó como nunca la solidaridad.
Además del apoyo gubernamental, las personas con más recursos apoyaron a los más desvalidos. "Don Joche, hijo de tía Chabe, tenía su camioneta con la que vendía frutas y verduras. Ese día llegó con hartas mojarras y estuvo regalando a todos. Fue algo hermoso en medio del dolor y temor", dice Gregoria.
Las calles de por sí polvorientas, ahora lucían con hasta medio metro de arena y ceniza en la Ribera Guadalupe. Todo era blanco. Los pobladores se avivaron y de la adversidad sacaron prosperidad: juntaron toda la arena. Y fabricaron blocks. Hicieron casas de material. Gregoria no pudo. Ella enferma y recién viuda, con hijos pequeños, fue de las pocas familias que conservó la casita de tierra.
Gildardo, su esposo, había fallecido el 17 de septiembre de 1981 en un accidente de trabajo, seis meses antes de la erupción del Chichonal y no estuvo para emular al ave Fénix.
No todos los pueblos corrieron con la suerte de la Ribera Guadalupe. Unos desaparecieron por completo. Miles de muertos sobre todo en Francisco León.
La fuerza de la erupción se calculó entre 40 y 50 megatones, es decir, más fuerte que las bombas de Hiroshima y Nagasaki juntas. Terrible.
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